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lunes, 7 abril, 2025
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Columna de opinión

Final sin ceremonia, funeral sin aplausos

"La historia es implacable con quienes encarnan símbolos. Y la política chilena, tan obsesionada con cerrar ciclos, parece haber encontrado en este episodio el pretexto perfecto para sepultar no solo una carrera, sino también una genealogía política. La decisión del tribunal no solo despoja a Isabel Allende de su fuero parlamentario: le arrebata a su familia el último espacio de poder formal en una república que aún no logra resolver su trauma fundacional", Osvaldo Villalobos, analista político

La caída de Isabel Allende del Senado no tuvo la dignidad de una retirada ni la grandeza de una despedida política. Fue abrupta, seca, solitaria. No hubo discursos de cierre, ni homenajes, ni siquiera una defensa firme. Solo el eco sordo de una resolución del Tribunal Constitucional que la destituyó por haber infringido una norma clara y conocida: los parlamentarios no pueden celebrar contratos con el Estado. Y ella, junto a su familia, lo hicieron.

A estas alturas ya no hay espacio para matices. Lo ocurrido es grave y no puede relativizarse por el peso simbólico de su apellido, ni por la tragedia histórica que la acompaña. La Constitución es categórica, y su transgresión tiene consecuencias. Isabel Allende violó una norma que ella misma juró respetar. Y por eso fue correctamente destituida.

Hija del presidente caído en La Moneda el 11 de septiembre de 1973, Isabel Allende vivió su vida pública entre dos fuerzas: la memoria y la institucionalidad. Nunca fue la figura más carismática ni la más disruptiva, pero sí fue constante. Su sola presencia era un recordatorio de lo que Chile fue, y de lo que pudo ser. Encarnaba una continuidad histórica incómoda para muchos, incluso dentro de su propio sector.

Pero la historia es implacable con quienes encarnan símbolos. Y la política chilena, tan obsesionada con cerrar ciclos, parece haber encontrado en este episodio el pretexto perfecto para sepultar no solo una carrera, sino también una genealogía política. La decisión del tribunal no solo despoja a Isabel Allende de su fuero parlamentario: le arrebata a su familia el último espacio de poder formal en una república que aún no logra resolver su trauma fundacional.

Ahora bien, si la responsabilidad directa es de la senadora, no se puede ignorar la cadena de errores —por momentos, imperdonables— cometida por el gobierno del presidente Gabriel Boric. Fue el propio Ejecutivo el que inició el proceso de compra de la casa de Salvador Allende, con la intención de transformarla en un museo. Pero lo hizo sin evaluar el conflicto de interés, sin prever las implicancias legales, y lo que es peor, sin cuidar la operación simbólica más delicada de su mandato.

En su afán por congraciarse con el allendismo y disputar el relato histórico desde una izquierda institucional, el gobierno terminó transformando un gesto de memoria en un bochorno institucional. El resultado fue devastador: una ministra renunciada, una senadora destituida, y una causa histórica —la memoria democrática— convertida en un episodio fallido de gestión política.

La defensa de Isabel Allende fue débil, tardía y sin convicción. Su trayectoria merecía un cierre distinto. Pero su ambigüedad frente a un conflicto de interés evidente dejó la puerta abierta a lo que ocurrió: una sentencia inapelable que la dejó fuera del Congreso y clausuró, de forma dura y seca, un ciclo político de más de treinta años. Y así se produjo el desenlace. Sin homenaje. Sin discursos. Sin contexto. Solo silencio, un trámite y un fallo. Un final sin ceremonia. Un funeral sin aplausos.

Es cierto: el apellido Allende lleva una carga histórica que Chile aún no termina de procesar. Pero esa herencia no exime de responsabilidades. Al contrario, obliga más. Quienes portan símbolos deben ser más rigurosos. Por eso, aunque este episodio duela o se perciba desproporcionado, lo que verdaderamente importa aquí no es la historia familiar, sino el respeto por la ley. Y en eso no puede haber doble estándar. Isabel Allende cayó por sus decisiones. Pero el gobierno también debe rendir cuentas por lo ocurrido. El costo simbólico, político y comunicacional de esta operación aún no se dimensiona del todo. Porque cuando el poder se ejerce con romanticismo, pero sin rigor, lo que deja no es legado: es ruina.

Hoy no hay museo, no hay ministra, no hay senadora, no hay causa fortalecida. Solo una caída y una lección que debería aprender todo el sistema político. Porque a veces, cuando se mezcla la historia con la institucionalidad sin saber manejar ninguna de las dos, lo que se obtiene no es justicia ni memoria. El error histórico que comete el Partido Socialista al intentar sostener a una militante que a todas luces se equivocó vinculando la figura de Salvador Allende será materia de análisis los siguientes años. El exceso de entusiasmo es tan peligroso como la inacción.

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