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sábado, 19 abril, 2025
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Columna de opinión

Cuando tener la razón es más importante que la verdad

"Durante el Plebiscito de Salida de 2022, en el que se votó la propuesta de nueva Constitución en Chile, circularon con total impunidad noticias falsas que aseguraban, por ejemplo, que el texto permitía expropiar viviendas para dárselas a extranjeros o personas pobres. Ninguna de esas afirmaciones era cierta. Pero eran útiles. Eran creíbles para quienes ya tenían una postura. Y lo más grave: eran compartidas no por ignorancia, sino por convicción. La desinformación ya no es un error colateral. Es una herramienta estratégica", Patricio Encina Figueroa, consultor - Doctor en Comunicación

En junio de 2018 escribí una columna que se titulaba “Informarse en tiempos en que todos quieren tener la razón”. El texto se perdió en su publicación, pero su tesis no ha hecho más que reafirmarse con el tiempo: en la era de las redes, ya no se trata de buscar la verdad, sino de encontrar cualquier dato —o mentira— que valide lo que pensamos.

Siete años después, en pleno 2025, la tendencia no solo se ha profundizado, sino que ha mutado. Ya no basta con querer tener la razón: ahora se exige que esa razón sea incuestionable, y que cualquier crítica o desmentido se castigue como una afrenta personal o política.

Un ejemplo reciente lo vivió el humorista Edo Caroe durante su presentación en el Festival de Viña del Mar, cuando hizo un chiste sobre el fallecido expresidente Sebastián Piñera. La reacción fue inmediata: miles de denuncias ante el Consejo Nacional de Televisión (CNTV), y titulares furiosos en redes y portales. Uno de ellos, publicado por Radio Bío Bío, aseguraba que una eventual multa del CNTV debería ser pagada por el propio Caroe, lo cual es falso. El propio comediante aclaró el punto: “Ellos sabían que eso no era efectivo, pero igual sacaron ese titular, motivados por los clics”.

No importa que sea verdad. Importa que suene cierto, que genere adhesión, clics, rabia. Importa que nos dé la razón.

Este fenómeno no es nuevo. En 2016, el Diccionario Oxford eligió posverdad como palabra del año. La Real Academia Española la define como una “distorsión deliberada de la realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales”. Pero esa definición —correcta— se queda corta. Lo que estamos presenciando hoy es la normalización de la desinformación como estrategia emocional, como herramienta tribal para mantenernos dentro del rebaño ideológico al que pertenecemos.

Durante el Plebiscito de Salida de 2022, en el que se votó la propuesta de nueva Constitución en Chile, circularon con total impunidad noticias falsas que aseguraban, por ejemplo, que el texto permitía expropiar viviendas para dárselas a extranjeros o personas pobres. Ninguna de esas afirmaciones era cierta. Pero eran útiles. Eran creíbles para quienes ya tenían una postura. Y lo más grave: eran compartidas no por ignorancia, sino por convicción.

La desinformación ya no es un error colateral. Es una herramienta estratégica. Y las plataformas digitales, con sus algoritmos que privilegian la viralidad por sobre la veracidad, no solo la permiten: la premian.

Hoy, cada vez que un usuario comparte una nota falsa que valida su posición, no lo hace porque no sepa que es falsa. Lo hace porque necesita reforzar su pertenencia, reafirmar que está del lado correcto de la historia. Se privilegia tener la razón por sobre estar bien informado. Y eso, en contextos electorales, es dinamita.

Esta adicción a la razón personal ha creado un ecosistema informativo en el que los hechos compiten en desventaja. Las opiniones se agrupan en cámaras de eco —lo que la sociología llama homofilia, el amor por los iguales—, donde solo se escucha a quien piensa como uno. Las redes sociales, diseñadas para maximizar la permanencia del usuario, limitan la exposición a contenidos diversos. Si te gustan las teorías conspirativas, verás más. Si desconfías de las vacunas, verás dudas convertidas en certezas.

Y así, en plena era de la información, estamos viviendo una crisis de conocimiento.

Porque el verdadero problema no es la mentira disfrazada de noticia, sino el hambre por tener la razón, incluso si eso significa ignorar la verdad. Hoy, más que nunca, informarse es un acto de humildad: aceptar que podríamos estar equivocados. Y eso, en un mundo donde todos creen tener la razón, es casi un acto revolucionario.

Postdata del autor:

Escribí una versión de esta columna en 2018. Al parecer se perdió en alguna migración en el océano llamado internet, pero no en mí. La realidad, por desgracia, le dio la razón a ese texto: en estos años he visto cómo la necesidad de tener la razón ha superado con creces el deseo de saber e informarse. Retomo el texto porque no quiero que se vuelva costumbre callar cuando se normaliza la mentira. Porque seguir informándose, en serio, sigue siendo un gesto subversivo.

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