En la época de la TV y el audio análogo, cuando no existían escuelas especializadas, se le llamaba “perillero” a la persona que llegaba a un medio como un simple tramoya o asistente y con el paso de tiempo y adquiriendo la experiencia necesaria, ascendía de puesto en puesto hasta que en una de esas, lograba sentarse frente al switch, el sistema que permite al director escoger qué es lo que el espectador ve finalmente de una emisión. Y créanme cuando les digo que es todo un arte pues el objetivo es que no se note que hay todo un equipo detrás de la transmisión, que el televidente no se dé cuenta que hay alguien, un ser amorfo y oscuro, dando órdenes para captar lo mejor y lo esencial de lo que está ocurriendo en un estudio o un escenario porque una de las gracias de un director de cine, TV o teatro es pasar inadvertido, que el público disfrute de la experiencia de manera fluida y plena, que por un par de horas se desconecte del mundo y hay directores que lo logran de forma notable. Y “perilleros” de la antigua escuela que también lo hacen. Ese no es el caso de Alex Hernández.
La debacle de Hernández en el Festival de Viña del Mar se veía venir. Cuestionado desde sus comienzos en “Mekano” y “Yingo”, Hernández es un producto de la generación MTV, es decir, mucho clip corto sin nada de contenido: pectorales, paquetes, potos, tetas, zoom in y zoom out rápidos y encandilantes, iluminación plana, golpes emocionales fuertes pero intrascendentes. No le debería extrañar a ningún conocedor de la TV la embarradita que se mandó con Jamiroquai ni las que se ha mandado antes, considerando que su postura como director siempre ha sido pobre y carente de recursos: basta con ver como llena la pantalla con efectos de la más baja y barata categoría para darse cuenta que no tiene ningún sentido del espectáculo pero si del morbo, porque eso de mostrar a la gente y las estrellitas televisivas tratando de adivinar las letras en inglés de la banda, es suficiente para darse cuenta que su sentido del espectáculo encaja más con el de un reality show que con el de un evento de la envergadura del autodenominado “festival de los festivales”.
“Me molestó todo por una razón muy simple, no tenían claro el objetivo. En televisión tiene que haber un centro de atención en la pantalla, no varios”… “Es un festival, no un programa. Hay que saber televisarlo. No le trates de cambiar el espíritu, no trates de hacer un programa de televisión con elementos que no corresponden”… No lo digo yo, lo dice Sergio Riesenberg que en 1990 ganó un Emmy por su transmisión, época en la que todavía este galardón al menos valía su propio peso; un maestro que dirigió por diez años ese contradictorio evento que todavía luce el rótulo de “Festival Internacional de la Canción” cuando desde hace décadas, lo menos importante son las competencias. Pero más allá de los cuestionamientos al espectáculo en sí, algo no está funcionando con los señores de terno y corbata de diseñador que se sientan en una oficina a tomar decisiones, porque Hernández está matando lo poco y nada que le quedaba de dignidad a un evento televisivo que debiera mantener a Chile en un sitial de cierto respeto a nivel latinoamericano, rebajando a su gusto pobre, infantil e inerte un show que es una tradición, para bien o para mal, parte de la idiosincrasia nacional y aunque actualmente se trata de un evento muy sobrevaluado, creo que no es justo ni lógico seguir matándolo con malas decisiones que menoscaban lo poco y nada que va quedando de nuestro Festival de Viña del Mar.
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Hernández lo hizo pésimo en la dirección de TV del Festival. En eso estoy de acuerdo con Iván.