Hace diez años, un día 27 de julio, comenzaba a hacerse realidad un sueño que tomó varios años llevar a cabo: el Primer Festival Internacional de Cine de Antofagasta.
Claro está, el festival no vio la luz de un día para otro y fue fruto del esfuerzo de una gran cantidad de personas, muchos de ellos jóvenes todavía (como quien les escribe) que participamos con una entrega total al evento, convencidos que sería un hecho que marcaría la historia artística y cultural de la ciudad y de la región, todos, liderados por la mano diestra y el cerebro de la incansable cineasta y docente Adriana Zuanic que, una vez terminados sus estudios en Estados Unidos y con las oportunidades abiertas para quedarse haciendo una carrera en el hermano abusivo del norte, prefirió regresar al terruño, no sólo para dedicarse a su pasión, si no que también para apoyar todas las causas habidas y por haber en el ámbito de la educación superior y de la igualdad de géneros.
Fue de ese cerebro inquieto y gracias a su inagotable energía, que se logró concretar un Profo audiovisual en el que varias empresas del rubro se comprometieron con la realización del magno evento que por cinco días, engalanó las salas del entonces CineMundo y del Teatro Municipal, además de algunas extensiones a otras localidades de la región. Tomás Welss, Ricardo Larraín, Pablo Perelman, el cubano Fernando Pérez, Libio Pensavalle desde Argentina y la performer gringa Dred Gerestant se dejaron caer por estos lares, para presentar sus películas en las distintas exhibiciones, además de otros invitados de renombre a los foros y paneles (como Eliana Jara, Roser Fort y Marín Papich desde Uruguay) y una nueva camada de realizadores nortinos que hacían sus primeras armas, la mayor parte de ellos sin más escuela que su talento, sus ganas y su instinto.
A Adriana no le gustaban las diferenciaciones. Todos los invitados y el equipo de producción (repito TODOS) alojamos en el mismo hotel, comimos los mismos almuerzos y cenas, y nos transportamos en los mismos vehículos. Así, se logró una comunión singular, en la que los jóvenes “padawan” podían relacionarse directamente con los “jedis” del séptimo arte que navegaron por esta tierra, en un evento que llenó salas con películas de ayer y hoy, dejando un sabor más que dulce en las bocas de todos aquellos que asistieron a los foros y exhibiciones y el orgullo de una tarea bien hecha en aquellos que nos descrestamos en la producción del festival.
Pero tampoco podemos mirar hacia atrás de forma tan nostálgicamente romántica. No, señoras y señores. En aquella época, parte de los empresarios involucrados en este proyecto se espantaron con ciertas escenas de los filmes invitados y posteriormente dejarían en Profo, sintiendo su chata moral atropellada por una película que hablaba sobre el trasvestismo femenino y un par de escenas de sexo. Otros, viendo en el evento un negocio redondo, quisieron aplicar (sin resultado) la táctica de “la pelota es mía” y terminaron por hundir un sueño maravilloso, que había logrado hacerse realidad, en el olvido. De hecho, después de la muerte de Adriana, muchos fuimos mudos testigos de como algunos personajes de baja estofa se pelearon los restos de sus proyectos e ideas como si se tratara de carroña. Y hasta lloramos por eso.
Parte del sueño de Adriana prosperó. Gracias al festival, muchos incipientes realizadores encontraron un nicho para seguir creando y, desde distintas plataformas, lo siguen haciendo hasta el día de hoy. Otros, habían emigrado a tierras extrañas y producto del festival, volvieron al norte para quedarse, para producir, enseñar, fomentar y compartir con otros el maravilloso arte del audiovisual. Y cuando todo parecía perdido, de pronto surge un AntofaDocs serio y responsable que vuelve a poner en el tapete nacional a Antofagasta como referente nortino de la realización.
Incluso, hace pocos días, la Corporación PAR y el equipo de la Filzic cumplió con la notable misión de llevar el largometraje documental de Adriana “Antofagasta, el Hollywood de Sudamérica” a la Feria del Libro de Perú, manteniendo vivo el legado de nuestra realizadora “por excelencia”. Lo escribo entre comillas, porque a Adriana le encantaba usar ese apelativo con el visionario Alberto Santana y a esta alturas bien vale a pena colocárselo a ella también, ¿por qué no? Si al fin y al cabo abrió un camino que hace diez años era inimaginable para nuestra región y que muchos han seguido e incluso, han llegado más allá de donde Adriana soñó o, mejor dicho, donde su sueño quedó truncado por esa maldita enfermedad.
Todavía no tenemos una escuela audiovisual, ni menos una de cine en el Norte de Chile. Lo más cercano (es estudio de TV de la Universidad José Santos Ossa) fue devorado por la avaricia de los accionistas de la Universidad del Mar. Estoy seguro que más de uno de los lujosos muebles del señor Zúñiga deben haber pagado las instalaciones demolidas y rematadas de aquellas instalaciones donde muchos se refugiaron no sólo para cumplir con las obligaciones de algunas cátedras, si no que (más importantes todavía) a crear, una misión original que todavía muchos de los que participamos en aquella iniciativa señera, queremos continuar cumpliendo hasta el fin de nuestros días.
Y, qué más da: mirando hacia atrás, recordando lo ocurrido hace diez años, me doy cuenta que Adriana tuvo razón. El Festival de Cine de Antofagasta quizás nunca va a tener el reconocimiento de las masas, pero marcó un punto de inflexión en el audiovisual de nuestra región. De eso, no me cabe duda alguna.