En los últimos treinta años el país ha cambiado significativamente y es muy probable que la dimensión económico-social sea la más visible gracias a expresiones mensurables, como el ingreso per cápita que se multiplicó desde los US$ 2.500 de 1990 a los actuales casi US$ 15.000 o la pobreza que cayó desde cifras superiores al 40% a 10,8% en 2020.
Chile como es sabido, fue uno de los países más exitosos del orbe en este ámbito y el alza del deterioro económico reciente solo se explica por el impacto de la pandemia de coronavirus y el daño económico causado, al punto de significar el primer aumento de tal indicador desde 2000, período marcado por la crisis asiática.
Pero el relato económico no es suficiente para entender las complejidades de cualquier sociedad en metamorfosis permanente y la persona en igual cambio continuo. Puede resultar una paradoja, pero pocos comprendieron las consecuencias de la profunda transformación social gatillada por lo económico, a lo que sumamos otras causas nacionales y mundiales.
En 2010 la encuesta CEP mostraba que un 21% de los chilenos se identificaba con la entonces Concertación, el bloque de centroizquierda que había derrotado a Augusto Pinochet en 1989, mismo porcentaje que alcanzaba la Coalición por el Cambio, bloque de centro derecha, mientras un 48%, con ninguno, en un margen que crecía desde los 90.
El desmarque de las coaliciones políticas se hacía cada vez más evidente.
Antes, la encuesta Bicentenario UC precisaba en 2006 que para el 80% la religión “le hacía bien a la sociedad”, mientras el 62% decía que “Dios era más importante que la familia” y el 77% creía que el matrimonio era un compromiso para toda la vida.
El mismo estudio detallaba que el 76% apuntaba que la democracia era preferible a cualquier otra forma de gobierno, mientras el 31% acusaba que en algunas circunstancias un gobierno autoritario era preferible a uno democrático.
Asimismo, el 82% precisaba que tomando todo lo bueno y lo malo de nuestra historia, se “sentía orgulloso de la historia de Chile”, mientras el 74% consideraba que Chile era “el mejor país para vivir dentro de América Latina”.
En un dato nada de menor, los chilenos tenían un promedio de 3,6 amigos, mientras un 23% precisaba que cada persona debería preocuparse y responsabilizarse por su propio bienestar, en tanto que solo un 10% daba cuenta que el Estado debería preocuparse y hacerse responsable por el bienestar de las personas.
Todos esos números se derrumbaron mientras el país se hacía más rico, interconectado con el mundo y se incrementaba la desafección con una élite y autoridades poco comprensivas con los sectores marginados y escasamente atentas a las demandas derivadas de una sociedad que ya no era la misma.
Vale decir, varios muros y diques simbólicos se vinieron abajo, lo que solo puede implicar desbordes, modificaciones del territorio y un avance de la autoafirmación personal como eje estructurante en relación con los otros, porque los partidos políticos, congregaciones religiosas, clubes, la familia, asociaciones, instituciones de gobierno, la nacionalidad e incluso las amistades deterioraban su poder simbólico y capacidad de control.
Quizás el ejemplo más contundente es el fenómeno de la desconfianza: en 2020 (CEP), esta cayó al 18% para el caso de la Iglesia; hasta 28%, en el caso de las FF.AA.; 17%, con los municipios; 7% con las empresas y apenas un 1% con los parlamentarios.
Como si fuera poco, la promesa de oportunidades para todos también colapsó: apenas un 16% creía que un pobre podía salir de esa condición. Una crisis enorme, pero algo invisible a los ojos incautos, y empeorada porque la mayoría estima que las desigualdades son la causa de todos los males: ni la Justicia, la educación, la salud son similares para todas y todos.
La profundidad de la crisis está íntimamente ligada a la enorme incomprensión que la élite nacional tiene de esta nueva sociedad tan heterogénea del siglo XXI, que reclama lo suyo; por lo pronto, certezas en medio de un mundo peligroso, repleto de dudas, sin relatos poderosos, más que los propios, pero insuficientes para erigirse como el cemento necesario para un grupo tan complejo en un mundo abierto.
Lo crisis actual es política mucho más que económica, no es el resultado de una confabulación extranjera, ni la pugna izquierda/ derecha que marcó el siglo XX, sino la mera resultante del relajo intelectual y político y la incapacidad para ofrecer respuestas a tantas vidas cargadas de sinsentido, extravío, incertidumbres y carencia de sueños posibles, es decir, los efectos propios de la acelerada modernización, que son precisamente la moneda a pagar a nivel personal.
Tal desatención y falta de interpretación desde la política es lo que -de paso- tiene en crisis a las grandes ideologías de las décadas recientes y abre cada vez más espacios a los extremos.
Los riesgos son entonces, enormes si el fondo es desatendido, pues bien podrían darse las condiciones para el avance de liderazgos mesiánicos y, vale la pena recalcarlo: tal salvador o salvadora no existe. Hacer el esfuerzo de empatizar y volver a conversar para comprender mejor qué quieren los muchos tipos de chilenos, es la única salida posible, algo que los convencionales constituyentes -igual que gran parte de la sociedad- aún no parecen dimensionar del todo, pese a ser la gran señal y símbolo de esta época de definiciones tan estructurales.