Por estos días es posible observar lo peor del simplismo en la discusión pública, algo que antes, con suerte, escuchábamos en bares y esquinas, pero que hoy, por gracia de las redes sociales, quedó amplificado a cualquiera y no siempre con resultados alentadores.
La verdad es que hace falta muy poco para conseguir visibilidad: apenas querer opinar y tener un medio al alcance para hacerlo, lo que hoy se dispone “gratuitamente” mediante Facebook, Instagram o Whatsapp (las tres de propiedad del gigante controlado por Mark Zuckerberg), o Twitter, entre otras.
El problema no es la declaración de juicios, sino la calidad y facilismo de los mismos, habitualmente simples al máximo, más cercanos al chiste, casi siempre agresivos, confundiendo el juicio con la verdad y habitualmente dotados de una supuesta superioridad moral que por cierto desconocemos.
Por ejemplo, los errores en datos económicos presentados por Gabriel Boric lo convirtieron en una especie de estúpido en apenas 48 horas; el origen alemán y las creencias religiosas de José Antonio Kast, lo transformaron en un nazi; mientras el trabajo de los convencionales constituyentes es motivo de burlas y ataques, gracias a alguna frase o acción exótica o desafortunada de alguno de los 155 integrantes.
Con hechos puntuales, con un par de puntos, pretende hacerse una raya kilométrica.
¿Ocurre lo mismo con Carabineros, una institución afectada por casos de corrupción y uso desmedido de fuerza por parte de funcionarios investigados? En una organización de 35 mil efectivos siempre habrá malos policías, pero es audaz envolver a todo el conjunto bajo una misma sombra.
El problema es que muchos parecen estar contentos, tranquilos y satisfechos con tal reduccionismo absolutamente equivocado y dañino para la convivencia. Y así se repite como mantra que “la izquierda es floja y quiere todo gratis” o que el votante de derecha es “viudo de la dictadura y enemigo de los Derechos Humanos”.
Uno de los grandes errores para la convivencia es caricaturizar a las personas, pretender reducirlas en toda su complejidad a ese aspecto que no nos gusta, cerrando cualquier posibilidad al encuentro, al debate de ideas, el cual es una de las características más notables de nosotros, las personas. Eso es la cultura de la cancelación en estado puro.
Es cierto, este fenómeno parece una consecuencia de la masificación de las comunicaciones, donde cada postura parece tener el mismo peso. Vale lo mismo la lectura de un profesor, la de un ministro que la de un imberbe o ignorante, que habitualmente lo reduce todo a lo que él cree, porque sus ojos así se lo muestran.
Caemos en esa escala donde el análisis fino no es relevante, sino la popularidad del mensaje, el espectáculo que le acompaña o acentuar las grietas que consolidan las propias creencias.
Malamente estamos entrando y afirmando un ánimo muy restrictivo, poco proclive a la consecución de puntos en común, porque, recordémoslo, hemos satanizado los acuerdos y la capacidad de transar, como si habláramos del peor de los pecados capitales. En el Chile moderno hay cada vez menos espacio para equivocarse, perdonar o pedir disculpas.
La vida y las personas son complejas y amplias, entenderlo pasa por escapar de la comodidad de los lugares comunes para navegar solo las aguas quietas de lo que queremos oír. Eso nos hace más pequeños, anula la capacidad de articular redes y destruye la confianza fundamental para crear comunidad, que es algo sagrado para sortear los enormes desafíos que se nos vienen por delante.