Cuando hablamos de Dios, muchas veces lo representamos como un ser maravilloso, un ser todopoderoso. Creo que la mejor manera de representar a Dios es hablar de su misericordia: Dios es un ser misericordioso; la misericordia es la base de su ser.
La misericordia no es tener lástima, es decir, es más que sentir pena por los sufrimientos, los problemas de otra persona. La misericordia es sentir profundamente la desdicha de otra persona y hacer esfuerzos para remediarla. Usamos también la palabra “compasión”. Esta palabra viene de “con-padecer”, es decir, padecer, sufrir con la otra persona. Y esto es importante. Aunque compasión y misericordia tienen un sentido parecido, la misericordia es más profunda. La misericordia sale de lo profundo del corazón, es poner el corazón con la otra persona que sufre, es llegar a sentir su sufrimiento y ofrecer todo el empeño para dar remedio.
Así es Dios. Sabe que somos pequeños, débiles y pecadores. Sabe que sufrimos por muchas razones: la mayor de ellas es el pecado. Nos acompaña y, como remedio, nos envía a su Hijo. Lo más importante que hizo y hace Jesús no son los milagros, sino que él que toma sobre sí nuestras debilidades (Mt 8,17). Él, que no conoció el pecado; Dios lo hizo pecado por nosotros (1 Co 5,21). Él, que es Dios, no guardó para sí su rango divino, sino que se despojó de sí mismo, se hizo hombre, el más humilde, pequeño de los hombres; se hizo esclavo, obedeció hasta la muerte de Cruz (Flp 2,6-11). Es su manera de vivir nuestros sufrimientos y de tomarlos para sí.
Los santos son seres humanos como nosotros, pero han conocido y vivido algo de la misericordia de Dios, de la misericordia que es Dios. El Padre Hurtado es un ejemplo muy claro de ello.