Durante las semanas que hemos vivido, intensamente, sea como actores o testigos de la movilización, pero del que nadie ha estado indiferente; hemos tomado conciencia colectivamente de los abusos infringidos a que hemos estado sometidos, de modo sistemático, de los otros actores, los que se acomodan en la institucionalidad financiera que cubre los ámbitos de la salud, del trabajo, de los préstamos, del transporte y la omisión- que se transformó no solo en indolente sino en complicidad- de la institucionalidad política, que estaba obligada a DEFENDER el bien común de la sociedad.
Hemos escuchado en estos días a diversos columnistas y panelistas insistir en la obligación del gobierno en cautelar el orden público, en restaurar la normalidad. Pocos, por no decir nadie (puede ser que me equivoque en esta aseveración) ha rescatado por qué la gente, la sociedad, el pueblo (por usar semánticamente todas las alusiones a la multitud) salió a las calles a protestar, a señalar basta. Y esto nos lleva a lo fundamental: ¿para qué nos unimos en procura de fines que no podemos alcanzar de modo individual? ¿Es para procurar un orden público (en la dicotomía entre estado de naturaleza y estado civil) o para alcanzar una vida buena, la felicidad, el bienestar de todos? (como se planteó desde Aristóteles hasta la inflexión de la Ilustración en el siglo XVIII). ¿Es para dilucidar entre Eros y Thánatos, entre el amor y la muerte, lo que debe primar en nuestra cohesión social, la persuasión y el afecto o la amenaza y la eventual represión? Una aproximación feminista apelaría a que las mujeres, por ser dadoras de vida, tienden a miradas distintas a la de los hombres, competitivas y destructivas.
En los espectros ideológicos, es importante visualizar dónde radica la diferencia entre la construcción de un Estado liberal y uno de Bienestar social, que incide en la construcción de la fisonomía de la sociedad. Jürgen Habermas, trabajó la distinción entre las dos tradiciones occidentales, la que tenía por raíz el pensamiento de John Locke-la anglosajona, donde prevalece los derechos individuales- y la de Jacques Rousseau- la francesa, donde la preeminencia es la soberanía popular- y la incidencia de estos dos modelos en las prácticas sociales son evidentes y en las categorías de lo moral y la ética.
En otro orden de cosas, en regímenes totalitarios, estaríamos entre la finalidad de la dictadura del proletariado y el corporativismo de los cuerpos intermedios. En definitiva, del predominio hegemónico del Estado inhibiendo los derechos individuales para imponer derechos sociales sin posibilidad de disenso y opciones, que la libertad humana exigiría.
Para Habermas y su planteamiento de la democracia deliberativa, apunta a dos premisas básicas, donde una de ellas es la discusión o la argumentación sin intención de alterar las reglas éticas que refieren de la libertad y la igualdad de todas y todos en una sociedad democrática. Este principio fundamental de la democracia debería enfatizar, según Habermas, que todo discurso debe estar despojado de la intencionalidad de imponerse, de avasallar a su interlocutor.
En esta búsqueda de los contenidos de la Nueva Constitución, deberíamos debatir de modo colectivo las temáticas que nos preocupan y que deberían ser materia de rango constitucional. Esto lo decide el pueblo o la nación fuente de la soberanía popular. Nuestro país es distinto, no solo porque hemos desechado algunas taxonomías que ya no nos reflejan- si es que alguna vez fue así- y refrendar lo que somos actualmente, la constatación de una identidad polifónica, el reconocimiento de la diversidad étnica, las
identidades sexuales y sus correspondientes formas de expresarse, las diferencias regionales, el factor de los inmigrantes como sujetos de derechos, etc. Toda esta riqueza debería constatar en nuestra constitución.
Si oteamos en nuestra historia constitucional respecto a los fines del Estado y los objetivos de la sociedad, nos podemos llevar sorpresas, por desconocimiento o porque los textos escolares, canonizados por el ministerio de Educación, así lo han establecido, segando (sic) expectativas de la nación. A mi entender, dentro de la agenda legislativa queda pendiente el revisar la decisión ministerial que castra de la historia y demás disciplinas a los jóvenes de enseñanza media, como también las competencias del Consejo Nacional de Educación- CNED (creado en el 2012), cuando deja la decisión TECNICA, de modo autónomo, cuando hay materias que deben ser una decisión POLITICA, que, en el caso en comento, afecta la conciencia cívica de los jóvenes. Se quiere retomar el voto obligatorio, desprovisto de una formación ciudadana previa. Absurdo.
En la Ciencia Política y en el Derecho Político, se ha hecho el distingo entre el fin objetivo del Estado sería el bien común (donde no todos reconocen esto. J. Schumpeter, lo cuestiona) y el fin subjetivo que, a decir verdad, no siempre se menta en clases. Apunta a resaltar los rasgos propios, específicos, con que se dota cada Estado y varían en base de lo que anhela cada sociedad en un contexto socio-político determinado. Queda claro que el Estado surgido en la Constitución de 1925, al consignar los derechos sociales, el fin subjetivo hizo del Estado de carácter injerencista y de agente económico (recordemos la CORFO), de reforzamiento de la administración pública para dar respuesta a tales derechos mediante los denominados ministerios sociales (Trabajo, Educación, Salud, etc).
De igual forma, en la Constitución de 1980, más allá de su ilegitimidad originaria, al disminuir la acción del Estado, quitar los derechos sociales, se planteó como un Estado subsidiario, donde la privatización de los recursos naturales y de las empresas públicas, traslada a la iniciativa privada ser el agente económico y para suplir la ausencia estatal en la cobertura, entrega estos a entidades privadas (Isapre, afp) y a los subsidios fiscales y municipales (que no son permanentes en el tiempo). Por eso es importante debatir, no solamente la declaración de principios constitucionales genéricos sino adentrarnos en lo que modela en gran medida la vinculación Estado y Sociedad.
Los cuarenta años de neoliberalismo asumidos en los hechos, ha modificado nuestras conductas sociales, ha relajado la responsabilidad del Estado en preservar, más allá de los fines subjetivos, el interés general de la población. Pero, también aprender de nuestras lecciones históricas que sin el crecimiento económico no se puede dar cobertura a los derechos sociales como debiese ser. Cabe traer a colación, que el Estado hasta la década de 1970 contaba con un crecimiento económico de un 1% anual y, a partir del año 1985 el país comenzó a crecer, cuando pudo controlar la enfermedad endémica de la inflación. En la década de 1990 el crecimiento anual fue promedio entre 4-5% anual, el equivalente a una administración del periodo anterior a 1970.
O’Higgins se atrevió en la Constitución de 1818, en su Preámbulo, ofrecernos por única vez, “el deseo de promover de todos modos la felicidad general de Chile” y se lamentaba que, por las circunstancias que se vivía, no pudiese convocar a un congreso constituyente. Y unas palabras para recordar: “Jamás se dirá de Chile, que al formar las bases de su gobierno rompió los justos límites de la equidad, que puso sus cimientos sobre la injusticia, ni que se procuró constituir sobre los agravios de una mitad de los habitantes”.
La Constitución de 1925, al declarar que el “Estado de Chile es unitario. Su gobierno es republicano, democrático y representativo” (Cap.I, Art.1), lo orientaba en las garantías constitucionales, recogiendo los derechos individuales-siguiendo la tradición liberal- insertando la inflexión de la fisonomía del Estado, en el capítulo 3, artículo 10, inciso «La libertad de enseñanza. La educación pública es una atención preferente del Estado. La educación primaria es obligatoria”. Inciso 9: “La igual repartición de los impuestos y contribuciones, en proporción de los haberes o en la progresión o forma que fije la ley; y la igual repartición de las demás cargas públicas”. Y los asuntos definitorios hacia el Estado benefactor: Inciso 14 “La protección al trabajo, a la industria, y a las obras de previsión social, especialmente en cuanto se refieren a la habitación sana y a las condiciones económicas de la vida, en forma de proporcionar a cada habitante un mínimo de bienestar, adecuado a la satisfacción de sus necesidades personales a las de su familia…Es deber del Estado velar por la salud pública y el bienestar higiénico del país. Deberá destinarse cada año una cantidad de dinero suficiente para mantener un servicio nacional de salubridad”. Son estas materias las que se han reclamado/demandado en nuestras calles. La ausencia de estos derechos ha sido reemplazada por los abusos conocidos.
La Constitución de 1980, con las reformas introducidas en el 2005, no ha variado su finalidad de propender a un Estado liberal mínimo social, que caracteriza sus rasgos la Ciencia Política y la Filosofía Política. Desaparecen los derechos sociales y como emblema de lo que competía al Estado en materias de salud, se lee en el Capítulo III, Artículo 9: “El derecho a la protección de la salud. El Estado protege el libre acceso a las acciones de promoción, protección y recuperación de la salud y de rehabilitación del individuo…Es deber preferente del Estado garantizar la ejecución de las acciones de salud, sea que se presten a través de instituciones públicas o privadas”. El mismo tenor encontramos en el Artículo 10: “El derecho a la educación…Los padres tienen el derecho preferente y el deber de educar a sus hijos. Corresponderá al estado otorgar especial protección al ejercicio de este derecho”.
Como se plantean, declaran y se fijan los derechos o garantías constitucionales, en gran medida, fijan la fisonomía del Estado y, por cierto, la cercanía o distancia con la sociedad respecto a cómo deberemos entender y explicarnos el bien común simbolizado en la concreción del Estado.
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