Leo y releo la ley que establece las disposiciones de protección de refugiados y dice así (Ley 20.430, art. 2): “tendrán derecho a que se les reconozca la condición de refugiado las personas que hayan huido de su país de nacionalidad o residencia habitual y cuya vida, seguridad o libertad han sido amenazadas por la violencia generalizada, la agresión extranjera, los conflictos internos, la violación masiva de los derechos humanos u otras circunstancias que hayan perturbado gravemente el orden público en dicho país”. Según la interpretación de cualquier lector, es evidente que las personas venezolanas responden con creces a este perfil.
Dos artículos después, el texto afirma que “no procederá la expulsión o cualquier medida que tenga por efecto la devolución, incluyendo la prohibición de ingreso en frontera, de un solicitante de la condición de refugiado o refugiado al país donde su vida o libertad personal peligren”. Sin embargo, llevamos meses observando cómo se bloquea el acceso a las personas venezolanas, a veces con consecuencias tan terribles como es dejar varios días atrapados a cientos de personas en tierra de nadie toda vez que el gobierno de Perú decidió exigir una visa consular.
Por si fuera insuficiente, y a sabiendas de los desgarradores riesgos de iniciativas como la peruana, el Gobierno chileno decidió, el 22 de junio, exigir la Visa de Turismo Simple a todos los venezolanos que quieran entrar como turistas. Por lo pronto, se trata de una visa consular que se demora más de seis meses en llegar y que, en el último año, utilizó menos del 20% de los migrantes venezolanos que llegaron a Chile. Es decir, la realidad – y la urgencia en la salida- demuestran que no responde a las necesidades existentes.
Las personas venezolanas que han entrado en Chile, lo han hecho en su mayoría como turistas y de este mismo modo pretende hacerlo un bueno número migrantes que se plantea emigrar próximamente. Algunos esperan a que lleguen las vacaciones escolares para emprender el camino. Puede que no lo concluyan juntos: según la ONG venezolana Cecodap, 840.000 niños y adolescentes fueron abandonados por al menos un padre en el proceso de migración. Cuánto dolor y qué poca empatía por parte de nuestros
gobiernos.
En Chile, por ejemplo, nuestros dirigentes aducen que la idea es “ordenar la casa”, que las medidas responden a transparentar los motivos reales de ingreso y a resguardar los derechos de las personas venezolanas. No obstante, impidiendo o limitando la entrada por los pasos fronterizos, se está promoviendo el acceso irregular. Y si la ruta no puede ser por Chacalluta, será por Colchane. Y si ayer tuvimos a Aylan en playas turcas y hoy tenemos a Oscar y Valeria en río Colorado, es probable que mañana las víctimas que nos abran los ojos estén a pocos kilómetros de nuestras casas. Puede que entonces, las almas que hoy miran hacia otro lado reaccionen y cumplan, al menos, la ley.
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