Más allá de algunas situaciones coyunturales de corto plazo, como la disminución del precio del cobre debido a una posible desaceleración de la economía en varios países y los efectos que pueda tener el fortalecimiento del dólar por el aumento del interés bancario en EE.UU., en el mediano y largo plazo es claro que habrá un aumento importante en la demanda de cobre y otros minerales.
Este aumento se debe a la apuesta hecha en casi todo el mundo por la electrificación como una forma de combatir el calentamiento global, lo que se traduce en que un número importante de países ya se decidió por la electromovilidad. Tanto es así que, alrededor del año 2040, prácticamente se dejarían de producir automóviles convencionales.
Un vehículo eléctrico requiere 4 veces más cobre que un automóvil convencional, cifra que aumenta si se trata de buses o camiones. En el mismo contexto, y con el mismo propósito, en el mundo de la generación eléctrica, se está privilegiando el uso de energías más limpias, en particular solar y eólica.
También en este caso, una planta no convencional requiere una cantidad importante de cobre y otros minerales, por lo que también se prevé en este rubro un aumento en la demanda. Otra arista de este fenómeno se puede observar en la creciente electrificación en la construcción de las viviendas. La idea es eliminar el uso de gas en las cocinas y el cálifont de agua sanitaria, reemplazándolas por equipos eléctricos. También se intenta instrumentalizar las viviendas, logrando la automatización de su operación y con ello una mejor regulación de la temperatura y del ambiente, como también un uso más eficiente y barato de la energía. Todo ello requiere más cobre.
Ante ese escenario, según la Sociedad Nacional de Minería (SONAMI), ya para el 2027 se prevé un aumento en la demanda por cobre de alrededor de 1 millón de toneladas, cifra que, de acuerdo a otros analistas, aumentaría a cerca de 12 millones de toneladas entre los años 2040 al 2050.
Estas son cifras importantes si se recuerda que la producción mundial actual de cobre bordea los 20 millones de toneladas anuales. En este contexto, Chile, que es el productor de cobre más importante del mundo (con el 27% de la producción mundial) y que tiene también las mayores reservas del mundo (cerca del 23% del total mundial), tiene una excelente oportunidad para hacerse cargo del desafío de esa nueva demanda.
Pero, para lograr el aumento de la producción, se requiere incentivar la inversión en nuevos yacimientos mineros, los llamados “Greenfield”, y también mejorar la eficiencia y productividad de los existentes, los llamados proyectos “Brownfield”. En el primer caso, dado que se trata de inversiones de gran magnitud, algo que el Estado por sí solo no está en condiciones de realizar, hay que buscar mecanismos que incentiven la inversión propiciando alguna figura pública-privada que permita velar por los intereses de todos.
También, dado que un nuevo proyecto minero tarda más o menos 8 a 10 años en ponerse en marcha, algo que puede ser un poco largo si se recuerda que el aumento en la demanda del cobre se visualiza ya en el corto y mediano plazo, hay que simplificar la permisología para acortar estos tiempos.
No debe entenderse que debemos relajar el nivel de exigencias ambientales o aquellas relativas con la participación de la comunidad. Se trata de simplificar los trámites, no cambiar las leyes. En el caso de los proyectos Brownfield, la idea es aumentar la productividad de los yacimientos, algo que se puede lograr pensando en la digitalización de los procesos y en la automatización y autonomía operacional.
Sabemos que el negocio del cobre es cíclico, pues hemos tenido superciclos antes, que no fueron tan bien capitalizados en su momento por nuestro país. Es por ello que ahora, ante esta nueva oportunidad, debemos hacer las cosas bien y ponernos desde ya a trabajar. No sea que, por demorarnos demasiado, lleguemos tarde y sean otros países los que lleguen primero a captar esta nueva demanda.
[…] Fuente: Time Line […]
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