No son pocas las ocasiones en que cotidianamente escuchamos, leemos o usamos los términos: habitante y ciudadano. De hecho, en numerosas ocasiones estos conceptos se repiten en discurso de autoridades que luego son reproducidos o citados en los diversos medios de comunicación.
«Beneficios para los habitantes», «me dirijo a la ciudadanía», «participación ciudadana», «ayuda para los habitantes de…», «se hizo de espaldas a la ciudadanía», son algunas de las expresiones que suelen versar sobre estos conceptos, que incluso parecen usarse como sinónimos, ya que muchas veces se usa uno en reemplazo del otro.
Sin embargo, existe una diferencia (sutil para algunos, gigante para otros) entre ser un(a) habitante y ser un@ ciudadan@. Y no hay que ser un erudito para que -a través de un par de minutos de reflexión- podamos deducir por nuestro propios medios la diferencia. Pero, usamos estas palabras con tanta frecuencia, que ya dejamos de ver el significado contenido en ellas y, peor aún, dejamos de observar su diferencia.
Pero, queridos lectores, yo soy de los que cree que existe una diferencia abismal entre ser habitante y ser ciudadano; y pese a que esta diferencia puede ser solo semántica, en la práctica esa diferencia genera una divergencia, a mi juicio, abrumadora.
En definitiva, el habitante es «aquel sujeto que ocupa un lugar espacial en un territorio determinado sin ahondar en la vinculación y pertenencia emotiva que tiene para con ella» (Juan Eduardo Erices R.). En tanto, el ser ciudadano contiene una serie de significancias, como el sentido de pertenencia y arraigo, de derechos y deberes; de compromiso con mi pares y mi entorno, entre otros.
El habitante ve las marchas pasar; el ciudadano va en la marcha. El habitante cultiva el individualismo y practica la ruta «de la casa al trabajo y del trabajo a la casa»; el ciudadano se involucra con otros en la comunidad. Al habitante no le importa botar un papel al suelo y tampoco le interesa que otro lo haga; el ciudadano entiende que están ensuciando su casa.
El habitante enciende el televisor o abre el diario y se «traga» todo lo que dicen; el ciudadano repara, cuestiona, indaga, pregunta, se informa y opina.
Un ciudadano entiende que algo que le afecta a un vecino del sector norte, o sur, o centro de la ciudad, también le afecta a él. El habitante agradece que eso no pasa cerca de él.
La Región de Antofagasta está llena de habitantes que llevan 30 años de paso; habitantes que llegaron pensando en irse, y ahí están, con la misma reja oxidada en su casa de hace 30 años.
El habitante no vota en las elecciones, pero luego se queja desde su sofá; el ciudadano se levanta, vota y luego exige.
Un ciudadano es un habitante, pero un habitante no necesariamente es un ciudadano. Me gustaría creer que en Antofagasta hay más ciudadanos que habitantes, pero tengo la triste sensación que es al revés.
Y usted, ¿es un habitante o un ciudadano?
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